viernes, 25 de marzo de 2011

A diez meses de tu partida

Cuantos retazos vagan por mi mente, todos lo que sucedió desde el 14 hasta el 25, se repite mes a mes, imágenes difusas otras muy reales como si lo estuviera viviendo hoy, tu rostro sin vida en la cama del hospital, tu cara que ya no era tu cara desfigurada por tanto dolor, tus ojos entreabiertos y amarillos que se perdían en la oscuridad de tu propia muerte.
Quien mas que yo podría pasar por ese momento, solo vos y yo, como cuando naciste yo te vi nacer y yo te despedí de este mundo tan lleno de injusticias y dolor.
Tu rostro hijo, como poder olvidar ese rostro que hasta hacia unos días era todo vida y alegría, ese rostro no volvió más y se fue el mismo día del accidente, y es el me consuela en sueños, y el otro me tortura cuando estoy despierta
Nadie hijo puede imaginar lo que fueron los días que precedieron tu muerte, esa muerte injusta y vil que te separo de mi lado para siempre, esa que tiño de negro y dolor el resto de mi vida.
Cuando las sombras de la muerte rondan tu existir se quedan instaladas allí para siempre no dejando salir el sol para que pueda iluminarme, solo se asoma de a ratos cuando la muerte se va a rondar otros lados en busca de mas muerte y desolación.
Estas bien puede ser el comentario de algunos amigos y yo sonrío entre dientes y mi corazón se desangra en negras gotas de sangre que dejo tu partida y trato de teñir un poco tal vez de alegría mi existir que ya no lo es tal porque no estas a mi lado y otra vez la sombra del dolor se apodera de mi para seguir torturándome hasta el punto de no poder seguir, mi cuerpo se paraliza atravesado por un rayo negro y oscuro de muerte.
Esa muerte que no me lleva porque no es el momento, esa que me aparto de vos porque los hombres no respetan la vida, esa que tiñe de negro mi existir porque marca su presencia y no se aparta de mi lado nunca, esa que me recuerda tu tumba porque ella es mas poderosa que la vida y muestra su poder en el dolor, en la angustia, en la desesperación, en el vacío que dejaste
Y se burla de mi cuando me desbasta su presencia cotidiana.
Muerte, maldita muerte solo tu vida y el recuerdo hermoso de tus veintiséis años a mi lado puede hacerle frente y desviarla de mi existir al menos por momentos.
Muerte maldita muerte, te llevaste lo que mas puede amar una madre en esta vida, su hijo, pero no te alegres en mi dolor, porque mi hijo te vence cuando lo siento a mi lado cada día para dibujarme un mañana con esperanzas.
Patricia Eclecia © Derechos Reservados

jueves, 3 de marzo de 2011

Los hijos que parten con la aurora, ¿adónde van?




¿Qué misteriosa llamada no han podido resistir sus jóvenes destinos? ¿Qué hicieron ellos con nuestro amor y con sus plegarias?
La noche ilógica no dejó que el alba diera a luz el día. Apenas unos pasos separan a veces la tumba del abismo. El tiempo es corto entre la sonrisa que lo arrullaba todavía ayer, y el cielo tabicado de una tumba.
El río no hallará nada de todo lo que le prometían sus sueños: la caricia ruda de las rocas, los besos de las hierbas y las hojas, el galopar por la cumbre de la montaña y por el raso indolente de los prados. -Apenas nacido, el océano ya lo ha tragado.
Los hijos que parten con la aurora nos dejan con nuestros besos perdidos y con el peso de nuestro cariño inútil. Nos dejan con ese amor que nos tritura, que arrastra sus cruces y pesares. -Nuestros besos perdidos y nuestras amarguras que, éstos sí, jamás nos abandonan.
Y se nos dice: «La vida sigue y sigue. Tenemos que seguir también con ella». Pero nosotros, con la obstinación de pobres gentes que nada entienden del fragor de su futuro aniquilado, nosotros nos preguntamos: «¡Qué importa el camino que lleva hasta la tarde si hemos de marchar sin nuestros hijos!». Aquél que roba nuestros hijos, roba también el sabor de los frutos del jardín de la tierra, roba la esperanza de las estrellas y la calma de las horas. Y hace del cielo un mármol frío donde yacen nuestras súplicas. Nuestras súplicas; ¿quién las oye? ¿Quién las oirá jamás? Si el cielo oyera las plegarias de una madre, el mármol se quebraría y su hijo volvería.
Los hijos que parten con la aurora, ¿lloran pensando en nosotros? ...¡No!, ¡escuchadme!; detrás del velo, los hijos sonríen. ¡Ya no tienen miedo, ya no sufren más! A las puertas del cielo dejaron sus lágrimas, las abandonaron en nuestras mejillas. Allá arriba, los hijos sólo saben reír. El reír de los que juegan con las estrellas, de los que juegan a trapecistas con el arco iris. No se llora cuando se juega en las dunas de las luces que ondean hasta el infinito, cuando se sabe que el infinito no desemboca en la nada, sino en otros horizontes, en otro azul, en otros cantos, en otros amores.
El tiempo de los ángeles es más corto que el de los hombres, porque los ángeles no tienen aquí su casa. Por eso son ellos viajeros de la aurora.
Cuando pases la frontera de las lágrimas y de la rebeldía, entrarás en la claridad que ese ángel te ha dejado y que tú sigues sin ver. Entonces crecerás hasta alcanzar la hora que te lleve a él.
¡Nuestros hijos son felices! Juegan a la rayuela en las calles del cielo, pero en su rayuela ya no hay infierno. ¡Son felices! Corren riendo por la movediza arena azul del firmamento. Su paso no es indeciso, ni dudoso su vuelo por encima de los rabiosos océanos, de los torrentes y volcanes, por encima del estuario del tiempo por donde van nuestros destinos.
Vuestros hijos nos hablan. ¿No los oís? Ellos nos dicen: «Si me amáis, no dudéis que sigo vivo. ¡Estoy vivo! ¿No sientes que mi mano acaricia tu rostro? ¿No sientes en tu pelo el aliento de mis besos? No hay ningún cariño inútil, ninguno de tus besos se ha perdido; yo los recojo. ...Ahora soy yo la que vela por ti: La vida es una cuna y somos nosotros, vuestros hijos del allá, los que nos inclinamos sobre vosotros. Cuando ya no te sientas angustiada, entonces por fin entenderás mi voz».
Los hijos que parten con la aurora no son hijos de la noche; están en el corazón del día. -Para nosotros, las estaciones desaparecen y creemos que nos arrastran hacia la tarde, hacia un horizonte de pobres esperanzas. No vamos hacia la tarde, sino hacia la aurora de nuestros hijos. Ellos nos esperan puesto que nunca nos dejaron. En la aurora de nuestros hijos está ya nuestra propia eternidad.